Si la indolencia precarnavalera que se estrelló contra la desgracia de los benianos no llegó a conmovernos, mucho menos podía inquietarnos en el clímax de la fiesta, cuando no hubo la menor reacción humanitaria en la entrada del Carnaval de Oruro, que se tiñó de sangre con el desplome de una estructura metálica mal instalada que mató a cinco personas y dejó más de setenta heridos, 16 de ellos en situación muy grave.
El desastre del Beni era un buen motivo para que las autoridades tomen decisiones drásticas tendientes a generar una movilización institucional y ciudadana a la altura de la emergencia, pero primero estuvo la fiesta y el jolgorio antes que la atención de una realidad que nos pasará una factura muy costosa en términos económicos. No basta que bajen las aguas ya que las peores consecuencias están por venir.
Esto y lo ocurrido en Oruro, donde nada impidió que los grupos sigan bailando y presionando a los músicos a continuar, pese a que varios de sus compañeros estaban tendidos, es el reflejo del poco valor que se le da a la vida en nuestro país, donde ahora no hay autoridad, funcionario o institución que se haga responsable por la desgracia y tampoco hay quienes asuman su rol de atender como es debido a los que sufrirán durante años las secuelas de la peor inundación de la historia.
La polítiquería, el cálculo, la campaña, la popularidad. El país está sumido en medio de un inmenso vendaval que no se detiene en los valores humanos y en la vida de las personas. Nuestros líderes están dando una lección muy complicada a las nuevas generaciones que no perciben en este momento un modelo de conducción que ponga por delante la integridad de seres que sufren y claman por ayuda en nuestras narices sin posibilidad de generar ninguna reacción.
Músicos orureños han anunciado que recurrirán a la justicia porque están convencidos que hubo negligencia en la construcción de las tarimas que colapsaron el sábado pasado. Ha quedado demostrado que los responsables de la organización de la fiesta son muy solícitos cuando se trata de hacer negocios con el Carnaval, de sacarle provecho político y hacer gala del evento, la cultura y la majestuosidad del espectáculo, pero no tienen en cuenta la seguridad, el bienestar del público y su integridad. En estas circunstancias es necesario exigir la misma severidad que pedían esas autoridades cuando alguien cuestionó la falta de preocupación por la higiene de la capital folklórica, generando airadas protestas de quienes sintieron que estaban hiriendo a toda una ciudad. Ahora es el momento de que rindan cuentas por el desprecio a la vida en el que ellos han incurrido.
También es desprecio por la vida la dejadez con la que el Gobierno encara la seguridad ciudadana, que en época de Carnaval muestra su cara más fea. Solo en la ciudad de Santa Cruz se registraron nueve muertes violentas y un número mayor se ha dado en el resto de las capitales del país. Llama la atención la cifra de víctimas femeninas, con dos mujeres ajusticiadas por sus parejas y 225 que sufrieron agresiones graves, producto del abuso de bebidas alcohólicas. Esto ocurre cuando hay en vigencia, numerosas figuras jurídicas que supuestamente se han diseñado para frenar la violencia contra las mujeres, delito que no cesa porque la “letra muerta” no hace Estado ni genera cambios de ningún tipo. Hace falta que nuestros gobernantes valoren más la vida de la gente para que haya transformaciones genuinas en este país.
El desastre del Beni era un buen motivo para que las autoridades tomen decisiones drásticas tendientes a generar una movilización institucional y ciudadana a la altura de la emergencia, pero primero estuvo la fiesta y el jolgorio antes que la atención de una realidad que nos pasará una factura muy costosa en términos económicos. No basta que bajen las aguas ya que las peores consecuencias están por venir.
Esto y lo ocurrido en Oruro, donde nada impidió que los grupos sigan bailando y presionando a los músicos a continuar, pese a que varios de sus compañeros estaban tendidos, es el reflejo del poco valor que se le da a la vida en nuestro país, donde ahora no hay autoridad, funcionario o institución que se haga responsable por la desgracia y tampoco hay quienes asuman su rol de atender como es debido a los que sufrirán durante años las secuelas de la peor inundación de la historia.
La polítiquería, el cálculo, la campaña, la popularidad. El país está sumido en medio de un inmenso vendaval que no se detiene en los valores humanos y en la vida de las personas. Nuestros líderes están dando una lección muy complicada a las nuevas generaciones que no perciben en este momento un modelo de conducción que ponga por delante la integridad de seres que sufren y claman por ayuda en nuestras narices sin posibilidad de generar ninguna reacción.
Músicos orureños han anunciado que recurrirán a la justicia porque están convencidos que hubo negligencia en la construcción de las tarimas que colapsaron el sábado pasado. Ha quedado demostrado que los responsables de la organización de la fiesta son muy solícitos cuando se trata de hacer negocios con el Carnaval, de sacarle provecho político y hacer gala del evento, la cultura y la majestuosidad del espectáculo, pero no tienen en cuenta la seguridad, el bienestar del público y su integridad. En estas circunstancias es necesario exigir la misma severidad que pedían esas autoridades cuando alguien cuestionó la falta de preocupación por la higiene de la capital folklórica, generando airadas protestas de quienes sintieron que estaban hiriendo a toda una ciudad. Ahora es el momento de que rindan cuentas por el desprecio a la vida en el que ellos han incurrido.
También es desprecio por la vida la dejadez con la que el Gobierno encara la seguridad ciudadana, que en época de Carnaval muestra su cara más fea. Solo en la ciudad de Santa Cruz se registraron nueve muertes violentas y un número mayor se ha dado en el resto de las capitales del país. Llama la atención la cifra de víctimas femeninas, con dos mujeres ajusticiadas por sus parejas y 225 que sufrieron agresiones graves, producto del abuso de bebidas alcohólicas. Esto ocurre cuando hay en vigencia, numerosas figuras jurídicas que supuestamente se han diseñado para frenar la violencia contra las mujeres, delito que no cesa porque la “letra muerta” no hace Estado ni genera cambios de ningún tipo. Hace falta que nuestros gobernantes valoren más la vida de la gente para que haya transformaciones genuinas en este país.
El país está sumido en medio de un inmenso vendaval que no se detiene en los valores humanos y en la vida de las personas. Nuestros líderes están dando una lección muy complicada a las nuevas generaciones que no perciben en este momento un modelo de conducción que ponga por delante la integridad de seres que sufren y claman por ayuda en nuestras narices sin posibilidad de generar ninguna reacción.
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