Santa Cruz, Aeropuerto Viru-Viru, amanecer del 24 de mayo. Inicialmente creí que se trataba de contrabandistas panameños, posiblemente narcos. Carritos y carritos de equipaje, con al menos cincuentena de inmensos bolsos herméticamente envueltos en plástico, se alineaban ante los mostradores de COPA. Los dueños, todos hombres exceptuando a dos mujeres, una negra y una local, llevaban el pelo al rape y destacaban por la musculosidad de sus cuerpos. Comerciantes no, me dije, y supe que eran soldados, soldados cubanos haciendo qué en Bolivia, no sabía.
Dos oficiales, seguro, porque ante ellos se reportaba la tropa, una docena. Aunque vestían de civil, notoria era su actitud de primates elementales como suele ser la milicada. Me intrigaba el cargamento, todo en bolsas iguales, grandes de metro y más, y altas de cincuenta centímetros. Llevaban una etiqueta que traía una especie de venado, como si fuesen aperos de cazador. Pero para qué sacarían cubanos armas de Bolivia. Lo contrario es más creíble. Era, sin lugar a dudas, contrabando de las fuerzas de cierta revolución para ingresarlas al país donde tristemente no hay nada. Qué clase de contrabando queda la pregunta, porque pienso que se podría comprar más barato en Panamá, desde donde ellos continuarían a La Habana y yo seguiría hacia Houston.
Un borrachito paceño que hacía fila conmigo comentó que aquello parecía el Desaguadero, y fotografió desde el celular. Entonces uno de los mandamases se paró, y caminó hacia él, inquisitivo aunque sin hablar. No le había gustado. Algo tenían que esconder. Era por demás rara la situación, confirmada luego que vimos pasar el cargamento directo hacia el avión, sin cuestionamientos. Creí, porque tengo derecho a creer, que quizá así es como la droga, prominente negocio de la era Morales, sale del país, y que las historias que uno y otro lado cuentan son medias historias, incluida la del general Ochoa, fusilado por Fidel, y de la que he oído una versión distinta, que citaba también a Escobar, el de Medellín.
Uno de los soldados era boliviano, por su pasaporte; oriental. A éste lo acompañaban una mujer y una niña pequeña, con documentos norteamericanos. Al iniciarse el chequeo de narcóticos, los cubanos se burlaban del agente a cargo llamándolo D’Artagnan, mientras hablaban de peleas de gallos en Jagua la Grande. Casi entablé conversación, ya que había pasado yo por allí y por Aguada, pero preferí callar y observar. Los agentes de narcóticos del estado plurinacional ponían énfasis en los dulces y los chicles, con evidente desconocimiento de causa, o porque simplemente no les interesaba. Luego entramos a preembarque y los guerreros se fueron al bar a tomar Coca Cola y tal vez ron. Cuando llegó el avión de Panamá que nos llevaría, bajaron más soldados cubanos de civil, que saludaban de detrás del vidrio a sus camaradas. Obvio que son muchos y que conforman una de las estructuras de poder del emperador iletrado. Pensé en los imbéciles militares de Bolivia bravuconeando acerca de la matanza del Che, y que fuerzas foráneas no hollarían otra vez territorio nacional. Hoy los cubanos les hacen comer desde las botas. Los generales de Bolivia se venden, y barato, como putas (con respeto de ellas).
A tiempo de subir al avión, entraron a la primera llamada. Los miré acomodados en los sillones de cuero de primera clase y asimilé la gran ventaja de pertenecer a la Revolución. La única que fue en clase económica, con el resto, fue la boliviana con su hija, mientras nos cerraban las cortinas y les servían de entrada mojitos y otras vainas. A revolución así, la de aquí y la de allá, pertenecer no quiero. Porque ni contrabandista soy, ni narco, y menos milico de tal por cual.
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