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sábado, 3 de abril de 2010

Está Cercano el Fin del Autoritarismo en América Latina. Argentina, Chile, Perú, Colombia y casi todos le han dicho NO

Demagogia y megalomanía

Marcelo Ostria Trigo

Es normal –y deseable- que los gobernantes informen a los ciudadanos, en declaraciones o conferencias de prensa, sobre lo que hacen y se proponen hacer. Pero no es aceptable que, en lugar de informar y explicar, se hagan conocer planes e iniciativas claramente incumplibles y, frecuentemente, extravagantes. A esto se llama demagogia, o sea la “degeneración de la democracia, consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantenerse el poder”. La demagogia se agudiza en épocas electorales y casi siempre deriva en la megalomanía o “delirio de grandeza, (la) obsesión compulsiva por tener el control de todo, incluyendo emociones”.

La historia muestra que el poder total no sólo corrompe, sino que impulsa a la mentira y, lo que ya se vuelve más preocupante, al insulto y a la ofensa, contando con el aplauso de áulicos e ingenuos. El demagogo que se hace del poder, frecuentemente procura convencer y actúa como conductor de pueblos y creador de causas nobles. Pretende ser la reencarnación de un prócer. Desfilan ante sus ojos imágenes a elegir: Napoleón, Bolívar, Martí, San Martín, etc. En un caso, se percibió que la invocación a Simón Bolívar, enfervoriza a los pueblos liberados por éste. Entonces, qué mejor que llamarse a sí mismo “bolivariano”, es decir seguidor del genio de la emancipación hispanoamericana. Otros, buscan distintos personajes, y se esmeran en ser también la reencarnación del legendario Sandino o del hijo del Kollasuyo: Tupaj Katari, que se levantó contra el poder colonial.

El demagogo, es decir el dominado por el delirio de grandeza, busca títulos y honores. En la etapa de su deterioro, pretende ser figura universal y se esfuerza en multiplicar sus iniciativas, como guía y conductor de pueblos, recibiendo, entonces, las lisonjas de sus áulicos y de los bribones arribistas que medran alrededor del sátrapa. Y así surgen las demasías: el demagogo hace propuestas imposibles, no sólo para el público interno, sino para todo el mundo: Un conspicuo ejemplo de disparate: sustituir las Naciones Unidas –antes, en una rabieta, se anunció una campaña diplomática para que se cambie la sede de este organismo mundial, lo que no sucedió- por una organización mundial de naciones originarias unidas.

Al demagogo, ya en el papel de autócrata, constantemente se le ocurre que es merecedor al reconocimiento universal por su genio creador y por su contribución a la paz y a la concordia universales. No parece preocuparle que no haya cumplido su lema “somos (él y sus partidarios) de la cultura de la vida”, a sabiendas de que, bajo su dominio, murieron ciudadanos por la represión del régimen y que, además, ordenó perseguir y encarcelar. Pero cree, o le hacen creer, que lo merece todo; al fin y al cabo ha sido entronizado como un redivivo soberano originario. Por eso, el premio Nobel de la Paz, es su sueño obsesivo que, para él, sería su galardón planetario.

Pero esas “lindezas” están fuera de tiempo. Por el ‘corsi e ricorsi’ de la historia, está cercano el ocaso del autoritarismo en América Latina. Terminará la gerontocracia insular caribeña, ya en problemas, llevándose por delante la cruel esencia del populismo y, entonces, conductores y partidarios tendrán que tomar en cuenta aquello de que, “cuando veas a tu vecino la barba pelar, pon la tuya a remojar’.

Cualquier parecido de los personajes aludidos con personas reales, no es coincidencia.

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