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sábado, 6 de febrero de 2010

"Camita, ducha y frigobar" titula Kempff Suárez su artículo referido a los descubrimientos corruptos en la Aduana. Salpicha el pus por donde se mira.

Quiero empezar manifestando que no estoy en contra de que los altos ejecutivos de las empresas o instituciones del Estado tengan comodidades mínimas para que puedan desempeñar sus funciones de la mejor manera, sin necesidad de abandonar su despacho para descansar, informarse, o asearse. En todas partes del mundo civilizado un ministro tiene donde recostarse un momento, una televisión para enterarse de las noticias y una ducha para bañarse y poderse cambiar de ropa para asistir a reuniones después de una larga jornada de trabajo.

Esto parece un lujo inconcebible para los recién llegados del Movimiento Al Socialismo (MAS), porque, siendo la mayoría pobres, ni siquiera en su casa tenían ducha ni tele ni menos frigobar. Qué podían pensar de que existieran esos “lujos” en oficinas del Estado. ¡Un escándalo! Lo primero que se les debió pasar por la cabeza a estos novatos es que se trataba de un motel. O lo que les habían contado sobre un motel: la camita para follar, la ducha para sacarse los olorcillos peligrosos, y el frigobar para embriagarse de amor. Ésa es la idea que tienen algunos políticos frustrados y que la transmiten al pueblo, enfureciéndolo con razón.

No obstante, luego de cuatro años en el poder, algunos masistas ya están sintiéndole el gustito a los placeres mundanos. Eso, el refinamiento, tenía que llegar, desde S.E. para abajo. Ya saben que existen otras cosas mejores que bloquear caminos, comiendo un plato de fideos al día. En primer lugar ya olieron la platita. La platita les gusta que da miedo. Tanto como a los neoliberales. Y con la platita vienen los buenos trajes, las camisas, las corbatas —que antes las cortaban en las calles a los aturdidos transeúntes— los restaurantes caros, los viajes y las mujeres lindas, naturalmente. ¡Las mujeres amantes del poder!

El gusto por las cosas buenas es cuestión de oportunidad. Si uno no sabe de cosas buenas, entonces todo le parece un derroche y un despilfarro sin sentido. Le resulta absurdo, indignante. Quien no sabe lo que es bueno, ¿cómo lo puede apreciar? Pero cuando aprende de cosas placenteras —peor si es alguien mayor— enloquece. Enloquece y quiere ponerse al día en pocos meses compensando lo que no hizo en toda su vida. Y empieza a ser engullido por la pérfida burguesía, siempre complaciente y burlesca, que lo adula y mima, y lo aficiona en cuestiones de paladar, piel, sentidos y sexo.

¿Qué se puede decir ahora de la “alcoba” encontrada en la oficina central de la Aduana Nacional? La información entregada, con presencia de los medios nacionales, fue como mostrar una tumba egipcia, el sepulcro de Tutankamón, más o menos, pero sin momia. Ha sido el primer acierto de la flamante presidenta de la Aduana: denunciar ante la “bolivianidad” que en el trasfondo de su despacho —¡horror!— había una habitación para pecadores burgueses pero ocupado por masistas confesos o filomasistas.

No se debe hacer mucho escándalo por la habitación misteriosa encontrada en la Aduana, siempre que sea para utilidad exclusiva del jefe —o de la jefa— y no para otra cosa. Lo que debe preocupar e indignar a la ciudadanía es que la nueva presidenta de la Aduana haya encontrado, desde el primer día, señales irrebatibles de corrupción. En el país de los presuntos inmaculados están apareciendo con más frecuencia que antaño, unos mafiosos de cuanta mayor. Por donde han pasado los masistas o los filomasistas, han dejado una estela de delincuencia y robo extraordinaria. Y luego de cuatro años en el poder ya no se puede culpar a los neoliberales. Son pillos nomás.

La camita, la ducha y el frigobar no cuentan ante lo que se está destapando en las oficinas de aduana. Sencillamente, a S.E. le están fallando sus colaboradores, y lo están dejando mal parado, sobre todo aquellos a quienes no conoce y designa por sugerencia de malos consejeros que, posiblemente, forman parte de cadenas o roscas. Donde hay poder hay dinero y donde hay dinero se acaba la lealtad. Eso ocurrió antes y ocurre ahora, con ímpetu, entre los revolucionarios del “cambio”.

*Manfredo Kempff Suárez
es escritor y diplomático.

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