Me retrasé, que es palabra decente para decir olvidé, el texto para el diario de mañana. No es que una columna de opinión necesite de un gigantesco intento intelectual, pero al menos algo de preparación. Ahí cuento con la ventaja de que puedo escribir casi lo que quiera, que la trivialidad del panorama nacional, sobre todo el oficial, ofrece caldo riquísimo para preparar cualquier plato: soso, picante, dulzón, amargo.
Escribir sobre Bolivia, y no se lo tome a insulto porque representa una realidad concreta y presente, es tan sencillo como sacar del armario el marimacho y cavar las papalisas del patio. Que no sembró mi mujer –aclaración válida– para seguir los consejos del canciller sobre la lujuria intrínseca de este tubérculo, sino por razones netamente agrícolas y experimentales. Que a unos les sirva para el estómago y a otros para el bajo vientre es cuestión de elección política, ni más ni menos.
El domingo festejamos el cumpleaños de mi hija menor. Si algo he aprendido a apreciar en los años que sobrepasan la juventud, es el sabor del ron, puro, como lo sugieren los especialistas, pero también en Cuba Libre con una pizca de limón. De gusto tal, inevitablemente, tenemos que pasar al dilema de la Coca Cola.
Dimes y diretes, desmentidos, asnadas y mesnadas expresadas y aleccionadas, sobre esa bebida que representa el capitalismo, el avasallamiento, etcéteras, pero que tiene un irremplazable sabor. Si en el bar plurinacional me traen un Havana Club, 7 años, mixturado con mocochinchi, habrán destapado un foco de sedición, porque se lo tiraría por la cabeza.
Tanto se ha convertido ese trago en una representación cultural del siglo XX, que no sólo se canta en los viejos calypsos de Trinidad, sino que se lo ofrece, al módico precio de casi cinco dólares, un cuarto del salario de un empleado público en la isla caribeña, con Coca Cola de verdad, en los lujosos patios del Hotel Nacional de La Habana, solo para exclusivos que pueden y tienen, y privativo, por no decir prohibido, para los locales a quienes se oferta una bebida similar (TuCola), que algunos consideran de calidad infecta e imposible para el gusto cincuentañero del Rum and Coca-Cola sobre el que cantaban en 1945 las Andrew Sisters.
Es que todo se ha trivializado. De pronto los mayas aparecen cómplices de la conspiración contra la Coca, Cola porque la otra es cantar distinto, y resulta que sus ahaus y katunes sirven de pretexto a representantes de un pueblo pregonado más antiguo que ellos para determinar el fin de un estadio y el principio de otro ¡en el mundo!, y enseñar los misterios de la en verdad misteriosa por fantasmal fuente de sus saberes.
Que nos libre Dios, o la papalisa, en esta juntucha de necedades en la que nos hemos convertido, donde amautas sagrados cargan como prosaicos cargadores material y producto del tráfico de droga, a no ser, y eso pronto nos lo dirán, que somos ignorantes y no conocemos los vericuetos de la sabiduría eterna y sus engañosos caminos para alcanzar la gloria ancestral, eso sí, sin faltar buen whisky, satélites, bemebés, hummers, ternos de lujo, y, seguro, a escondidas, Coca Cola para la elite mientras la chusma pelea a sangre y fuego por el mocochinche que no alcanza ya que nadie cultiva los pobres duraznos por la exagerada actividad con secadoras portátiles en otro rubro, ajena a la producción de aquella bebida comunitaria.
Lo dije, basta rascar un poquito en la superficie para hallar temas que darían libros en volúmenes mayores a los de la biblioteca de Alejandría, que es donde se quemaron, y por eso ya no hay, los secretos de la desmesura plurinacional. Mientras tanto digiero, porque no me gusta su sabor, un trozo de papalisa.
Lo apuro con Coca Cola, por las cualidades de plomero que le atribuyó el Profeta (no el de Gibrán) cuando se alinearon las estrellas en Tiquipaya, aunque en realidad eran tres focos de 40 watts que entre el polvo zapateado parecían los ojos de la Vía Láctea.
El autor es escritor
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