Alvaro, el dios Jano de los masistas
¿A cual le creemos, al poncho rojo o al “cristiano” ?
El vicepresidente es el Olañeta de nuestros tiempos.
Cualquier persona poco avisada y que no esté muy al tanto de las sutilezas de la política boliviana, podría suponer que el vicepresidente Alvaro García Linera es una persona de humildad franciscana frente al cual Gandhi vendría a resultar un tipejo soberbio con pretensiones de sátrapa persa.
Es que resultó conmovedor escuchar y ver a Alvarito cuando se dirigió a los prefectos y alcaldes masistas además de los dirigentes de las tan mentadas “organizaciones sociales” que ahora se proclaman “autonomistas”.
Escucharlo llamar al diálogo y a la concertación; afirmar que el gobierno escuchará las propuestas de los prefectos y alcaldes autonomistas con toda humildad; rogarles e implorarles que se reúnan con el gobierno, sencillamente implicó una sobredosis histriónica.
Esa carita tan tierna de niño bueno, esa vocecita suave de carmelita descalza con las que exhortaba a los díscolos prefectos opositores a volver al redil, nos hacen pensar que es muy probable que García Linera se haya equivocado en el camino y que hubiera tenido mucho más éxito en las pantallas, en las que, además, le gusta aparecer.
Alvaro tiene muy buen concepto de si mismo, como político y como sociólogo pero seguramente también se ha percatado que tiene aptitudes histriónicas muy desarrolladas y ha decidido utilizarlas. La verdad es que no lo hace tan mal pero difícilmente recibirá el reconocimiento de la gente que sabe que todo es teatro, puro teatro.
A pesar de su excelente actuación, siempre viene a la memoria el verdadero Alvaro, aquel de la torva y amenazante faz, que proclamaba con orgullo que antaño andaba con el fusil bajo el poncho y que en el altiplano paceño había aprendido a matar y que advierte a los ciudadanos libres de este país que “deben acostumbrarse” a la intervención (represión) de los militares. La siniestra cara de aquel que amenaza a los opositores mandarlos a visitar un infierno que a Dante no se le hubiera imaginado ni en la peor de sus pesadillas.
Los romanos incluyeron dentro de su mitología al dios Jano, el de las dos caras. En Bolivia, Casimiro Olañeta ha sido conservado en la memoria como el típico político altoperuano, sinónimo de la hipocresía, de la doblez, capaz de hacer cualquier cosa para conseguir sus objetivos por vergonzosos que estos sean.
Alvaro García muestra un curioso parecido con esos arquetípicos políticos altoperuanos. Curioso porque aparentemente los detesta y los responsabiliza de los mayores males de la República. Sin embargo sus actitudes y métodos son los mismos, salvando las distancias del tiempo.
Tiene una innegable capacidad para mostrarse conciliador y a los pocos minutos, amenazante. No tiene escrúpulo alguno para expresar su respaldo al “hermano Santos” caído en desgracia y a las pocas horas pedir, poco menos, que sea azotado y públicamente quemado en la plaza Murillo por traidor a la “revolución”.
Se trata, en suma, de un personaje que resume todas las taras y vicios de una conducta que lamentablemente ha caracterizado la vida política de nuestro país y que él, de dientes para afuera, dice repudiar pero que en los hechos recoge y práctica meticulosamente resaltando lo más reprochable.
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