No podría haber llegado en peor momento el proyecto de nuevo régimen para la radiodifusión presentado por la presidenta de la Nación. Lo ha hecho en circunstancias en que el Gobierno ha acentuado sus críticas a medios de comunicación independientes que participan del espectro radial y televisivo.
Desde la instauración del gobierno kirchnerista, en 2003, se percibió que comenzaba el período de mayores dificultades para la prensa libre desde la restauración democrática. Más que confirmar tal percepción, el tiempo se encargó de redoblar las razones para abrir todo tipo de prevención frente a cualquier iniciativa o decisión proveniente del oficialismo en materia de libertad de prensa.
A decir verdad, es tal el estado de ánimo con el cual se expresan a diario las más altas autoridades públicas, tan notable la capacidad de generar situaciones inesperadas y de conflicto, que es motivo de preocupación el solo hecho de que estén dispuestas a tomar alguna decisión novedosa.
Por eso, en esta delicada cuestión, como en otros campos del desenvolvimiento público, lo primero que debería hacer el Gobierno es restaurar la confianza en el valor de las palabras y hasta en el de los números, a juzgar por el descrédito inaudito que ha introducido en las estadísticas oficiales del país, especialmente en las que deberían medir la inflación y la pobreza.
Desde la calificación de que el proyecto gubernamental de radiodifusión viene a reemplazar al de la dictadura militar de hace casi treinta años, a pesar de las sucesivas modificaciones hechas a lo largo de sucesivos gobiernos civiles, el proyecto usa un lenguaje inverosímil por la distancia que media entre las palabras y el comportamiento. Antes de este lanzamiento, la máxima autoridad del Comité Federal de Radiodifusión (Comfer) había dicho, con el ímpetu guerrero de un Saddam Hussein, que el proyecto por conocerse era parte de "la madre de todas las batallas."
Pues bien, si es eso lo que quiere el Gobierno con el proyecto que ha hecho público, hay que estar preparados para que esa supuesta batalla se dé, primero, en el ámbito natural del Congreso de la Nación. Después, si fuera inevitable acudir a la vía judicial, se verá de qué manera respetará la nueva ley los principios básicos de una información libre, pilar indispensable sin el cual cae el sistema de la democracia, y los contratos establecidos con empresas privadas adjudicatarias de licencias.
Entretanto, se ha abierto un período de sesenta días para que la moción gubernamental sea tratada en debate público. Poco hay que discutir con los corifeos del régimen, que lo aplauden todo, incluso lo que es palmariamente contrario a lo que antes hubiera agitado sus palmas si el Gobierno resuelve en algo cambiar de ideas o mudar de intereses.
Mala apertura para un debate es la coyuntura en la cual un proyecto de radiodifusión aparece como parte de una riña de ocasión con medios de comunicación y como un elemento de presión.
El proyecto del Poder Ejecutivo acentúa, por un lado, las restricciones para los permisionarios y, por el otro, instaura la posibilidad de que quien transporta mensajes, como las compañías telefónicas, puedan producir contenidos.
Este último punto plantea serias dudas sobre los beneficios de una iniciativa que dice inspirarse en principios antioligopólicos y antimonopólicos cuando, por el contrario, existe la posibilidad cierta de que surja un monopolio oficial debido a los poderes que el proyecto otorga al Gobierno, poderes que demasiado fácilmente pueden convertirse en elementos de presión.
En ese punto hay que ser claros y rotundos. Lo que ninguna ley debe permitir es que los argentinos se vean privados de la pluralidad de oferta informativa de que disponen en la actualidad y que se corresponde con el sistema de libertades públicas y de garantías individuales de la Constitución nacional. Aquello es lo que sucede hasta aquí, al menos, en el espacio de la prensa escrita y de los medios regulados, como la radio y la televisión.
Se pueden considerar ejemplos aleccionadores. Cuando los instrumentos oficiales ninguneaban la información sobre la crisis del campo, la ciudadanía contó, por fortuna, con un espectro que reveló la magnitud de la protesta, la gravedad del problema y la profundidad de los daños que se estaban infiriendo a los productores y a la economía básica del país.
Mejor no pensar en los estragos que haría en la calidad institucional argentina una involución hacia los años de la década del cuarenta y del cincuenta, en que el mundo de la radiodifusión se encontraba vedado de forma absoluta a cualquier expresión disidente del gobierno dominante.
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