En momentos en que algunos países de nuestra región parecen haber entrado en una clara deriva autoritaria, el emocionado reencuentro de la doctora Hilda Molina con sus familiares y, sobre todo, la posibilidad de conocer a sus nietos nacidos en la Argentina nos brinda la oportunidad de compartir algunas reflexiones acerca del totalitarismo y sus abusos característicos.
En primer lugar, está meridianamente claro que el régimen cubano castiga a disidentes como la propia doctora Molina no sólo con la prisión, sino también con métodos aún más crueles en los que tienen que ver los afectos más profundos de las personas. Que una médica cuyo único delito ha sido no pensar igual que Fidel Castro no haya podido reunirse con los suyos en 15 interminables años ha convertido a la isla en una prisión. Por no aceptar el discurso oficial, la doctora Molina es una mujer digna, con el coraje suficiente para animarse a disentir por respeto a sí misma y los demás.
En segundo lugar, es evidente que la Cuba comunista no cumple siquiera con los pactos básicos internacionales en materia de derechos humanos. Hasta ahora, el régimen había hecho caso omiso de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que, en su artículo 13, dispone que toda persona tiene el derecho de salir de cualquier país, incluso del propio, y regresar a él.
También había ignorado la Convención Americana sobre Derechos Humanos, llamada Pacto de San José de Costa Rica, que establece, en paralelo, el mismo derecho, que no puede ser restringido sino en la medida indispensable para prevenir infracciones penales o proteger la seguridad nacional, el orden público, la moral, la salud pública o los derechos y las libertades de los demás. Ninguno de estos supuestos de excepción tiene ni tuvo nada que ver con la doctora Molina. Ella sufrió durante 15 años una pena inexplicable no sólo por haber sido inhumana, sino también por haber sido absolutamente ilegal.
Llama la atención la fecha que eligió el régimen ahora a cargo de Raúl Castro para conceder a la doctora Molina la autorización para salir de Cuba. Coincide con el último tramo de la campaña electoral argentina, razón por la cual el gobierno de los Kirchner, que nunca se mostró sensible con su caso, quiso capitalizarlo como si hubiera tenido algún mérito en ello. La propia Presidenta estuvo en La Habana a mediados de enero. No se reunió con ella ni recibió a las esposas de los disidentes, agrupadas bajo el denominador común de Damas de Blanco como, en su momento, en la Argentina, las Madres y las Abuelas de la Plaza de Mayo. Según esta particular visión de las cosas, al parecer, una dictadura comunista que tiene presos políticos viola menos los derechos humanos que una dictadura militar.
En realidad, el delicado estado de salud de la madre de la doctora Molina, Hilda Morejón, pudo haber influido más que las gestiones oficiales para esta decisión, aún no aclarada en La Habana ni en Buenos Aires: el régimen de los Castro, en principio, se mostró precavido ante la posibilidad de que una hija no pudiera estar con su madre en el momento decisivo. En la memoria y el corazón de la doctora Molina quedarán, de todos modos, los buenos oficios y las atenciones del ex embajador Darío Alessandro y de los diplomáticos Pedro von Eyken y Eduardo Gómez, acreditados en La Habana.
Más allá de esos pormenores, cabe dar la bienvenida a la doctora Molina y celebrar su tenacidad y su valentía en la cruzada que emprendió por reunirse con su familia en la Argentina. Las lecturas políticas de una cruzada tan legítima por los derechos humanos pueden ser utilizadas para consumo electoral, pero, en verdad, responden más a las miserias coyunturales que a la sensibilidad con la cual corresponde juzgar este caso.
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